La adicción del poeta Juan Ramón Jiménez a los opiáceos: "Abre las carnes como un dulce"
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Cabría especificar que dentro de la gama de medicamentos con los que se trató el poeta estaba el láudano. Una medicina que por su eficacia fue de obligada tenencia en las farmacias españolas hasta 1977. Su composición variaba dependiendo de la fórmula utilizada. No sabemos si Juan Ramón consumió a lo largo de su vida otro tipo de tinturas de opio, pero sí que, como veremos, empleó el láudano de Sydenham que como norma solía tener un 1% de morfina.
Destacaría, de cara a que el lector se familiarice con los efectos que producen los opiáceos, que el ensueño y la fiebre son percepciones habituales entre sus consumidores. Una de las sensaciones que produce el alcaloide es una confusión entre vigilia y sueño. Un estado de ensoñación que algunos usuarios relacionan como el delirio imaginario de la fiebre.
Antonio Escohotado destaca, precisamente, "la ensoñación" entre sus experiencias opiáceas "donde se borran los límites entre despierto y durmiente; las fuentes que elaboran los sueños dejan de ser compartimentos cerrados, y o bien la conciencia se aguza hasta penetrar en esos dominios o bien lo subconsciente queda libre de ataduras. En cualquier caso, es algo tan insólito como estar soñando despierto, que comienza con la sensación de reposar sobre un punto intermedio, donde percibir e imaginar dejan de ser procesos separados".
Otra premisa que conviene conocer son los efectos que el síndrome abstinencial de los opiáceos potencia y que se manifiesta con sudoración, moqueo y estornudo. Los diarios de Zenobia, así como los epistolarios, parecen ser la bitácora de un catarro trabado que dura sesenta años. El poeta, sin embargo nunca relaciona dichos estados que, como ya hemos visto, achaca a su precaria salud desde la infancia, sin apuntar siquiera a que su patología pudiera estar condicionada por la vía medicinal.
Antonio Escohotado escribe en su monumental Historia General de las Drogas que, en el caso del opio, "el síndrome abstinencial castiga al organismo en mucha mayor medida que el mantenimiento del hábito y, por tanto, que la depauperación física se mide mucho más por el número de síndromes [de abstinencia] que por el número de años de consumo". Un dato que se antoja esencial para contextualizar la frágil salud del poeta a lo largo de su vida.
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Llama la atención que ninguno de los muchos estudiosos de su obra —ni siquiera los médicos o psiquiatras— hayan apuntado las concomitancias de los posibles efectos secundarios (tristeza, arritmias, colitis, insomnio, irascibilidad...), que pueden ocurrir una vez retirado el tratamiento opiáceo, con la "enfermedad" de Juan Ramón.
La lectura de los voluminosos ensayos, publicados con motivo del 50 aniversario de la concesión del premio Nobel y de su muerte, evidencian un soslayo minucioso sobre los tratamientos médicos a los que fue sometido, donde la palabra opio brilla por su ausencia en las más de seiscientas páginas de cada volumen. El poeta no suele relacionar su precaria salud a los químicos que le procuran por vía medicinal, quizá por acostumbrado a su uso desde una temprana edad.
"El poeta no suele relacionar su precaria salud a los químicos que le procuran por vía medicinal"
Escohotado también incide en que, con dosis leves y medias del alcaloide, sus efectos pueden "irritar más de lo común intromisiones, ruidos y actitudes de otros".
El consumo de opio, en forma de láudano (tintura de opio diluida en alcohol, con frecuencia vino), no sólo era muy corriente para todo tipo de dolencias durante el siglo XIX, sino que el propio poeta nos habla de la presencia del alcaloide en su casa cuando escribe "mi madre despertó, de su sopor de láudano, alzó los ojos a la puerta y nos llamó".
Al uso cotidiano del láudano por parte del poeta apunta el testimonio del periodista colombiano Germán Arciniegas quien refería un encuentro a mediados del siglo XX con el poeta de Moguer en Washington. Cita que tendría lugar durante la estancia de Juan Ramón en dicha ciudad (1942-1945). Arciniegas había tenido que cancelar su primera visita porque se le había presentado la oportunidad de comer en un festival campestre:
Juan Ramón insistió en que almorzara con él. Le expliqué mi situación y me dijo: La única parte donde puede usted almorzar es mi casa. Usted olvida que lo que yo soy es un médico. Voy a prepararle yo mismo lo único que puede devolverle la salud. Véngase tranquilo .
"El síndrome abstinencial castiga al organismo en mucha mayor medida que el hábito"
La invitación de Juan Ramón se volvió casi una orden médica. Hablaba con una seguridad absoluta. Y le creí.
No había ninguna exageración en lo que dijo. Lo que me tenía era una sopa de arroz muy simple y tal vez unas gotas de láudano. Le obedecí sin chistar. No he tenido otra experiencia médica mejor.
Juan Ramón sabe, sin embargo, que la fiebre le viene bien a su trabajo:
Hoy, J.R., que se ha negado a dejar de trabajar, ha llegado a asegurarme que un poco de fiebre ayuda a aclarar la mente.
Esa interacción de la fiebre se evidencia en algunos de los aforismos de La colina de los chopos como cuando escribe "sintamos respirar tranquilo al tiempo, contra el pecho de la tierra; no con fiebres ni alteraciones". Aquí la conexión fiebre-creación, parece clara, pero lo es más cuando el poeta decide desvincularse de los escritores que necesitan un estímulo externo que, por otro lado, formaban parte de sus influencias literarias:
Arte "natural"; la creación estética no debe forzarse con estímulo físico o intelectual —café, lugar, lecturas, tabaco, vino, viajes, opio, hora—; debe ser producto espontáneo del despejado vivir corriente.
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La "fiebre" acompaña al poeta desde sus primeras creaciones:
La fiebre quema mi cuerpo en presencia de estas dulces rosas blancas, entre la brisa nocturna y penetrante de la sombra del jardín. [...] Pero la fiebre arde en mi cuerpo dolorido y de todo lo que me rodea no puedo llevarme al sueño más que esta melancolía joven, pobre enfermedad de veintitrés años a la claridad celeste de la luna nueva, a este llorar de agua sobre agua, a este encanto de viento crepuscular dentro de los árboles.
En el año 1903, justo cuando el poeta tiene la edad referida, es cuando anota en su Diario íntimo que toma opio a menudo.
Juan Ramón, en una de sus prosas más crípticas, hace una descripción que titula La desagradable con prudentes evocaciones a una "medicina fea":
De pronto, abre leve y agudas flores estrañas de agrado y desagrado, que uno no sabe dónde tienen las raíces. Gusta o abre las carnes como un dulce de otro planeta o como una medicina fea. No sé qué curvas o qué ángulos le salen en su línea jeneral, ni de qué fondo le vienen. Son instantes de bienestar y malestar que ella mezcla como en el frío y el calor de una fiebre leve.
[...] Es el agridulce de un limón, pero de un limón que no es de aquí. Piensa uno de pronto en una raza de otro espíritu más que de otra forma. Tiene cosas por el estilo de la mía. Pero una cosa leve, que no sé qué es ni entiendo, aguda e incojible, puede con las noventa y nueve de los dos.
"Son instantes de bienestar y malestar que ella mezcla como en el frío y el calor de una fiebre"
La inhibición de la concupiscencia de los variados sedantes y alcaloides que tomó ha de tenerse en cuenta para analizar con perspectiva la idealización de la mujer tan presente en la obra de Juan Ramón y que lleva a una abnegada Zenobia a escribir el 14 de noviembre de 1938 en su diario: "Me está pareciendo muy obvio que J.R y yo tenemos gustos muy distintos en esta vida. Ya ni la naturaleza nos une", Zenobia tiene 51 años, Juan Ramón, 57. Algo que, por otra parte, no le impedía tener una vida sentimental colmada. En palabras de María Lejárraga, el poeta llenaba su vida "con sueños inefables que tomaban como trampolín para el salto al infinito las figuras de cuanta mujer amable acertara a pasar a su lado: hoy, una monjita del sanatorio; mañana, la bellísima esposa de un amigo", ya que el escritor "tenía la dulcísima costumbre de enamorarse".
Cabría plantearse hasta qué punto Juan Ramón fue consciente del efecto que le producían los fármacos y hasta qué punto sabía que estos le influían en su tarea literaria. Existen numerosos ejemplos donde el poeta se manifiesta de una forma entrevelada:
Enfermedad sin nombre,/que sólo yo conozco,/me come el alma triste hasta la vida, / y me reclama el sueño artificial.
Hay una evidente presencia de "arquitecturas" en poemas como Paisaje a lo Boecklin o Ciudades de ilusión de su libro Poemas mágicos y dolientes, que evocan a las Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas de Quincey o a las ilustraciones de Piranesi.
El carácter guadianesco de su producción literaria fue una constante en la vida de Juan Ramón. A periodos fértiles le siguieron otros de extremada sequía creadora que descolocaba a propios y a extraños. Tal es el caso de su "milagrosa" recuperación en su viaje a Argentina. Zenobia le escribe a Guerrero Ruiz:
J.R. iba resfriado y, si hubiera sabido el frío que iba a hacer en Santa Fe y Paraná, y que los mejores hoteles tienen instalado un gran aparato de radiadores y sin la más mínima chispa de combustible la calefacción, creo que desisto llena de pánico. Pero hay que irse haciendo a lo increíble: J.R. dio dos conferencias más de las esperadas, visitó escuelas (clausuradas por la epidemia de gripe pero convocados en honor de J.R.), besó a centenares de niños y señoras, abrazó a infinitos caballeros y se curó la gripe. [...] J.R. se lo toma todo de lo más de bien, no ve a un médico por nada de este mundo, duerme pocas horas y está hasta empezando a engordar ligeramente; por lo menos se está estirando la piel y el dinamismo me deja a mí completamente exhausta: conferencias, colaboraciones, visitas a las escuelas, etc. Lo veo y no lo creo. Me siento en un cuadro tan irreal que a ratos se me va la cabeza.
"Me está pareciendo muy obvio que J.R y yo tenemos gustos muy distintos en esta vida. Ya ni la naturaleza nos une"
Más adelante trataremos con detalle este episodio en el que, como veremos, compraron láudano Sydenham, quizá determinante en su prodigiosa recuperación.
No hay que olvidar que Juan Ramón está llegando a una etapa crucial de su vida, la carta está fechada en septiembre de 1948. En abril de ese año, Zenobia había escrito a su viejo confidente Juan Guerrero Ruiz que "J.R. se pasa seis meses desesperado, pensando que no va a poder volver a escribir en la vida y luego... de repente... sin saber por qué le da la picada, se pone a trabajar y es el hombre más feliz del mundo".
Destacaremos el episodio delirante que se produjo en 1955, fecha en que la medicación de Juan Ramón se encontraba en su fase más crítica y que descolocó a Zenobia por completo:
Yo acababa de conseguir que se dejara pelar la cabeza y barba por primera vez en un mes, o sea, desde la salida del hospital, no sin que antes montara en cólera y me estrujase con rabia un brazo, cuando dejándose ya pelar resignadamente al recordarle yo que lo había prometido al perder conmigo una apuesta (muy rara vez ha dejado de cumplir su palabra), exclamó de buenas a primeras y sin aparente enlace ni motivo: "Mira, has tirado por el suelo la carta de Goethe". Yo miré si había algún papel, que no había y le dije exasperada: "Si no hay ningún papel". A lo que repuso sin vacilar: "Sí, no te acuerdas de mis cosas. La que me escribió cuando me tradujeron al alemán mi Platero". Este tipo de fenómeno me escalofría.
Sabemos de la existencia del "episodio Goethe" porque Zenobia lo refiere en su diario, ya que no se lo comunica a Juan Guerrero Ruiz, su confidente habitual. Juan Ramón venía de haber estado unos meses bajo tratamiento de inyecciones de Thorapine, un tratamiento del que Zenobia recelaba porque notaba que Juan Ramón se había convertido en un adicto:
El tratamiento de Torapine [sic] que tanto me preocupa por su reacción febril, parece que a J.R. le empieza a gustar y, al ver que le suspendieron hoy las inyecciones, me pidió que rogase al doctor Batlle que se las volviera a poner.
El tratamiento, unido a continuas trasfusiones de sangre, le habían conferido al poeta "un colorcito suave, rosado".
Zenobia, inevitablemente, sospecha del efecto que los tratamientos tienen sobre su marido:
J.R. tuvo que dejar su seminario en setiembre del pasado año y (a mi modo de ver por las dosis prolongadas —un mes— de «Thorazine35») llegó a estar grave físicamente, lo que nunca estuvo en el [año] 50-51, así que ha mejorado mucho más rápidamente que en el achaque anterior. [...] J.R. me habló de su conferencia sin terminar y me pidió que cogiera papel y lápiz porque quería dictarme. No duró más que dos líneas el dictado. [...] Las cosas que me desconciertan a mí, porque no me las explico, ocurren unas pocas veces sin tomar droga alguna, sus salidas intempestivas sin explicación.
Zenobia, por su parte, no relaciona el incidente con el uso de psicofármacos por parte de una psiquiatría poco desarrollada, tal y como deja patente Javier Andrés Castro García en su tesis sobre Juan Ramón:
Es preciso aclarar en este momento que los psicofármacos antidepresivos comenzaron a desarrollarse a partir de la década de los años cincuenta del siglo XX. No debe extrañarnos, por tanto, que el poeta recibiera tratamientos que actualmente estarían más indicados para los trastornos psicóticos, pues en aquella época todavía no se disponía de antidepresivos. Estos fueron descubiertos en 1951 y sintetizados con éxito en 1955.
Su propia esposa, compañera inseparable de fatigas, no supo encontrarle una meridiana explicación. Uno de los principales rasgos del síndrome de abstinencia también de los hipnosedantes es la falta total de estímulo para el trabajo ("no duró más que 2 líneas el dictado") y una irritabilidad fuera de lugar ("sus salidas intempestivas sin explicación"). Los cuadros abstinenciales de Juan Ramón se fueron agudizando hasta el punto de que la mujer del escritor escribe en su diario que "Miguel [Prados] me aprobó que yo no consintiera a J.R. ni malas palabras ni violencia de ningún género", ya que la irritabilidad del poeta podía variar desde no querer tomar las medicinas "porque la cuchara era muy grande", hasta estallar un plato en la mesa fruto de un ataque de ira:
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J.R. notó que en mi paquete traía un nuevo plato supuestamente irrompible para reemplazar el que él había roto contra la esquina de la mesa. Me pidió que no lo usara porque no los iba a romper más.
Vemos, por tanto, cómo la irritabilidad de Juan Ramón fue en aumento. Estamos en 1955, con un consumo medicamentoso de unos sesenta años, y las vías de administración van orientándose cada vez más hacia la inyección, de resultado más rápido y efectivo.
Otro aspecto que potencia el consumo de opiáceos durante las ensoñaciones que produce es el contacto con el mundo vegetal. Escribe Jean Cocteau que "el opio es la única sustancia vegetal que proporciona una naturaleza vegetal". La obra de Juan Ramón está trufada de referencias vegetales que versan en la dirección apuntada por el francés:
He puesto mi mano abierta contra el eucalipto, y en el acto me he sentido navegante de un piélago interno. Al Este, al Norte, alzándome inmensamente en la proa, descendiendo a un fondo de mundo que va a no tener término, aprieta mi frente el embate de lo inesplorado resistible. En torno, el total cielo nubarroso, que abarco desde mí mismo, azul y blanco, se recama aquí y allá, en el mediodía de lo ya único, como de hervores tesoreros de olas inmortales.
El mareo del infinito empieza a trastornarme. Despego la mano del tronco, y como si desprendiera mi corazón de un poderoso contacto eléctrico, me quedo a oscuras, más a oscuras que nunca. Vuelvo a ponerla dueño ya de este resorte májico, que en un segundo eterno me saca y me adentra, me hace mendigo o rey de la belleza grande. Sonrío, me despido de mí, sonrío. Y olvidado de todo, tirando lejos mi día diario, afirmo más la palma contra el árbol, hundo los ojos por las bajas nubes cumulantes, y voy, feliz en el navío español del globo, náufrago voluntario, entre el semejante ajeno, de lo absoluto.
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Dentro de las misivas que traslucen efectos medicamentosos adversos está la que Juan Ramón escribe al dramaturgo Martínez Sierra:
Querídisimo Gregorio: medio muerto. Me están dando unos ataques convulsivos, con pérdida de conocimiento y parálisis; no puedo estar de ninguna manera; paso el día con médicos; esto se ha descompuesto definitivamente.
Rafael de Penagos visita al poeta en Puerto Rico y escribe para ABC:
Vi en aquellos ojos suyos negrísimos, dramáticos y profundos, de anciano arabe-andaluz, andaba ya agazapada la muerte. En los ojos y en la voz. Opaca voz trémula, con timbre de desesperado cansancio, que salía de un último pozo de tristeza que no era ya de este mundo. Siempre, desde su juventud, le rondó la obsesión de la muerte, y en este período final de su vida se había adueñado de él por completo. [...]
—¡En qué momento me conoce...! Estoy muy mal, sin energía para nada, esperando tan solo que me llegue la muerte...
Me dio el brazo y, mientras andábamos un poco, siguió hablándose a sí mismo:
—Sí, es horrible lo que me ocurre... He pasado siete meses sin comer apenas nada... Y yo ya sé que hay que morir, pero lo espantoso es que esto mío es una agonía tan larga.
Atravesaba el poeta una de sus conocidas crisis.
Sin embargo Zenobia, en 1950, tras uno de los múltiples ingresos hospitalarios del poeta, escribe a Juan Guerrero: "Los médicos diagnosticaron que, aun cuando J.R. tiene trastornos de orden arteriosclerósico y bloqueo del ventrículo derecho, el 99 % de sus males es nervioso. Lo del bloqueo no lo entiendo bien, pero no lo consideraron grave ni en Johns Hopkins ni el doctor Suárez, que es la última autoridad aquí [...]. Suárez es cardiólogo". Para rematar diciendo que "J.R. vuelve a su fobia juvenil con gran violencia y no me es posible retenerlo en casa. En todos los hospitales que hemos visitado el diagnóstico es 90 por cien nervios y neurastenia y diez por cien trastornos de arterioesclerosis".
Será el médico Ernesto Feria Jaldón quien, sin tener en cuenta ninguna interpretación especulativa, concluya que "el bloqueo cardíaco congénito es una enfermedad infrecuente, pero sin duda, real y grave [...]. No es posible vivir 77 años, como vivió el poeta, con tamaña afección cardíaca. De otra parte, consta que la muerte de Juan Ramón le fue ocasionada por una bronconeumonía, sin que se mencionara para nada alguna afección cardíaca. Además no consta en ningún lado ni que su madre padeciese de una enfermedad autoinmune, ni tampoco ha sido comprobada la incidencia familiar de esta afección en el caso del poeta de Moguer".
La medicina psiquiátrica del momento estaba menos desarrollada que la actual y contaba con psicofármacos todavía más rudimentarios. Tampoco tenían la perspectiva temporal suficiente para atisbar que parte de la sintomatología pudiera devenir de la ingesta prolongada de medicamentos opiáceos y otros tratamientos, muchos de los cuales, hoy, harían llevarse las manos a la cabeza a la clase médica.
Parte de la sintomatología podía devenir de la ingesta prolongada de opiáceos muchos de los cuales, hoy, harían llevarse las manos a la cabeza
Esta omisión farmacológica por parte de los investigadores manifiesta que desconocen las miles de páginas de los epistolarios (algo del todo normal pues se han venido publicando desde el año 2006 y no todos dispusieron de la consulta del archivo personal del matrimonio) o ignoran la potencia de los opiáceos sobre la psique humana o soslayan sus conocimientos farmacológicos para impostar una realidad que pudiera salvaguardar el manido estereotipo del poeta encerrado en su torre de marfil.
Javier Andrés García Castro, en su tesis Psicopatología y espiritualidad en la Vida y Obra de Juan Ramón Jiménez, publicada en 2017, se acerca al estudio de la obra del poeta bajo el prisma de que su vida fue la de un hombre "depresivo" y disecciona las múltiples variantes de la melancolía y repite la misma pregunta de Gullón con que abrimos este ensayo:
Y sin embargo, un único hecho es cierto sobre esta cuestión hasta nuestros días: cada autor tiene una opinión diferente y nadie sabe cuál era, en verdad, el supuesto trastorno mental de Juan Ramón Jiménez.
En Por el cristal amarillo, la presencia de los médicos y medicamentos es habitual: purgantes, medicinas, enfermos y un clima de febril ensoñación. El ambiente a botica es una constante, tanto que le dedica una estampa a José González, médico de la familia:
A mí don José González no me parecía un médico. [...] Y mi visión de su presencia es sólo ausencia: un levantarse, rápido, de una silla del comedor y un salir deprisa en el gris de la casa de invierno. Don José González era un ir a lo suyo, donde estaban sus dos hijas esperándole. Y en su hueco quedaban tres vagas imájenes, no sé si de medicina o de qué: la cucharada de vino en el caldo, el arsénico y un estraño café medicinal.
Rubén Darío ya reparó en que "el opio no hace soñar a cualquiera, sino al que es capaz de soñar"
Un lector avezado, por tanto, que tenga en cuenta ciertas premisas podrá discernir con mayor claridad las creaciones literarias en donde el consumo de drogas (la farmacopea) trasluce una sensibilidad común a sus consumidores que "desencadena una relación alternativa con el cuerpo, el tiempo, la intimidad, la imaginación", como señalan Álvaro Contreras y Julio Ramos en su ensayo Farmacopea literaria Latinoamericana y que bien podría aplicarse a buena parte de la obra de Juan Ramón Jiménez.
Por otro lado, que nadie piense que el consumo de ciertas drogas genera en quien las toma una destreza literaria. Rubén Darío ya reparó en que "el opio no hace soñar a cualquiera, sino al que es capaz de soñar". Razonamiento que, por otra parte, no necesita excesiva argumentación.
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* Jonás Sánchez Pedrero (Madrid, 1979) ha cursado estudios de Documentación y es Diplomado en Biblioteconomía por la Universidad Complutense de Madrid. Es colaborador habitual de distintos periódicos y revistas como "Cáñamo" o "Ulises". Ha recibido premios literarios y publicado los libros de poesía Bulto (2016), Pezón (2018) y Alfaveto (2022). Desde 2007 mantiene una despensa literaria titulada Blog Clausurado.
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